viernes, 30 de junio de 2017

La casa de madera

En un lejano pueblo muy cercano a mi alma hay una casa de madera, hoy serena y calma.
Una vez viví en ella como una muñeca de porcelana, como una virgen pulcra, como una ingenua cigarra.
De paredes humedecidas, de madera gastada, de piso frío y sombrío, de alcobas no terminadas.
De patios que nunca vieron el césped de esas casas elevadas, de barro en los inviernos de una infancia tan lejana.
De arboles con muchos frutos, de variedad jamas pensada, bendiciones que venían en cada temporada.
Plantas múltiples que formaban un nirvana, en medio de esa tierra, la cual nadie valoraba.
La cruzaba horizontalmente un canal con turbias aguas, habitado por vecinos sin hábitos de nada.
Los cables entrelazados en el patio de la casa sostenían las viejas ropas como en las aldeas de Italia.
Una artesa para cada quehacer, con agua fría, congelada, tocaban las manos de esas mujeres que trabajaban resignadas.
Agujeros en las paredes, huecos en las ventanas, techos perforados, maderas estropeadas.
Pero una chimenea daba el calor a esa estancia, cuando el fuego con su luz se asomaba e iluminaba las caras.
Y comedores con abundancia, celebraban los días buenos, comedores que agradecían a Cristo, al que llamaban El Nazareno.
Y copiosas navidades con arboles repletos, de los mas bellos tesoros, oh que días aquellos plenos!
Esa casa fría y pobre se convertía en una tibia, cuando acompañada de buenas acciones brillaba y atraía.
Esa era aquella casa, donde lagrimas corrían, al despedir a tantos, que partían a la otra vida.
Un lugar fúnebre que se llenaba de flores, en esos días grises de tormentos y dolores.
Pasaban los tristes días y de pronto la primavera asomaba y los arboles con las bendiciones que tanto se esperaban.
Las cortinas tendidas al viento, los pajaritos que trinaban, las abejas en las flores, la miel como oro derramada.
La casa se alumbraba, los corredores se encendían, no había ya mas tristeza, todo desvanecía.

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