Todo pasó en esa casa vieja de dos pisos,
fue una tarde caliente, de
verano, de esos que quemaban en nuestro paraíso.
Tu preparando delicias,
yo con las caricias.
La cocina de la casa dispuesta,
los aromas de tu patria esa
tarde de fiesta.
Observarte era mi tarea,
la tuya, opuesta.
Te ocupaste del oficio más
sensual,
las mezclas, los aromas, las
sensaciones,
todos llegando a mi paladar que
esperaba cada bocado,
hechos por tu mano, señor
feudal.
A cambio de un beso,
un trozo de tu arte,
a cambio de un mordisco,
una mirada traviesa,
a cambio de tu zumo,
la dulzura de esa tarde.
A cambio de tu cuerpo, el mío,
te lo confieso.
Y pasamos a la mesa,
toda revestida de bellezas,
los cubiertos, los platos, las
servilletas,
el cuenco que guardaba esas
masas calientes y gruesas,
con dos vasos simples llenos de
placer,
y de testigos esos muros color
turquesa.
Y pasamos a un sillón,
al intercambio de palabras que
son siempre complacientes,
que terminaron en los más
ardientes besos, esos que se dan los dementes.
Y rocé mi cuerpo con el tuyo, a
la melodía de una música mareante,
y danzamos como niños,
envueltos en una magia especial, alucinante.
Y mirándonos a los ojos de
frente y de pie,
de pronto, estallo un deleite,
tu nublado, ciego y sudando
tembloroso,
yo valiente y jurando quererte
para siempre.
Y salí corriendo de esa casa,
prometiendo no verte nunca más,
y la tarde terminó y todo quedo
atrás.
Hoy es una utopía,
ya nada queda,
solo tu recuerdo y esa casa de
seda.
Tu comida es mi memoria,
todo de ti en ella,
tu mirada y tus palabras,
tus ojos grandes,
tu aroma a fresa.
Nadie sabe lo que digo,
prometimos junto a la mesa,
que sería solo nuestro ese amor gigante,
celebrado con un festín fascinante,
que, alborotado de guisantes,
ilumino ambos caminos.
De esos rostros apagados,
volvimos a renacer,
con esa comida tierna,
que preparaste aquel atardecer.
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